viernes, 6 de febrero de 2009

Medias con costura




Era un día de final de otoño con el cielo de infinitos tonos grises y una luz llena de sombras. Mis ojos se perdían en las olas del Cantábrico y registraban las rocas contra las que se rompía, llenándose de espuma. Yo estaba asomada a la ventana y la luz tenue teñía de granate el color de mi pelo, con los ojos expectantes contando matices y formas. Era la caída de la tarde, estaba sola y disfrutaba perdiéndome en mis pensamientos.

Tú llegaste silenciosamente, entraste sin que yo rompiera la mampara de mis sueños y seguí perdida entre olas y rocas, entre grises y un horizonte inexistente. Iba vestida de negro, como de costumbre y al entrar en la habitación te sorprendió mi silueta recortada contra el fondo atenuadamente luminoso de la ventana, que ofrecía un espectáculo más de sombras que de luz. No me esperabas allí. Y notaste que yo no había reparado en tu presenciamente, entraste sin que yo rompiera la mampara de mis . Así que te quedaste en la puerta, observando, con toda la meticulosidad de un voyeur tranquilo y sin peligro, con placer.

Y en el placer, tus ojos recorrieron mi figura recortada, a contraluz. Mis cabellos revueltos y rebeldes, que tapaban un poco mi nuca. Veías mi cuello, blanco, que contrastaba con el suéter negro, estrecho de cuello barco, que dejaba mis hombros parcialmente al aire. Seguiste la línea del recto escote y te recreaste en el contraste que había entre el negro tejido que me envolvía y mi palidez casi transparente. Mis brazos estaban apoyados en el alfeizar de la ventana y la postura, descubría algo más de piel blanca a tus ojos, regalándote la visión de unos hombros desnudos bajo un largo cuello.

Seguiste la suave curva de mi espalda y te paraste en mi cintura desnuda, donde tus ojos jugaron con la filigrana del comienzo de mi falda, loca, llena de picos, corta, negra. Su desigualdad llevaba tu vista hacia mis piernas, no sin antes intentar adivinar cual del volumen que ocultaba la falda era mío y cual correspondía a su hechura.

Mis piernas estaban envueltas en medias de seda; unas delgadas líneas negras pronunciaban su longitud a través de toda su dimensión. Era un caminito fácil para tus ojos, así que te adentraste en él y viajaste por mis muslos, detrás de mis rodillas, mis pantorrillas y llegaste a mis finos tobillos donde las pulseras de los zapatos jugaban a enredarse anatomía arriba, cayendo finalmente, laxas, sobre los altos tacones, agudos, pronunciados, evidentes. Aún así, estaba de puntillas, como para acercarme a mis pensamientos, que vagaban en el paisaje interior. Y al inclinarme en la ventana, con mis pies de puntillas, descubriste que esas medias no llegaban a mi cintura, si no que terminaban a media altura, en mis muslos dejando al descubierto dos zonas de piel desnuda y blanca que te hicieron estremecer de placer.

Sin hacer ruido, con sigilo, gracias al calzado cómodo que llevabas en esas ocasiones, te acercaste muy lentamente a mí. Mientras avanzabas, yo seguía ajena a tu presencia, tu mirada no podía dejar de recorrer, de recrearse, de perderse en aquellas bandas de piel desnuda que habían disparado tu deseo. Al estar a mi altura, muy cerca de mí, me susurraste, con la voz temblorosa y entrecortada: - Hola. Soy el fontanero y vengo por la avería que han notificado a la aseguradora-.

Yo di un salto en el sitio y casi me tienes que llevar a urgencias, con el corazón en la mano. El susto fue inolvidable. Tu visión también.