miércoles, 26 de mayo de 2010

Devastación (I)




Ella se sentía derrotada, habitaba en la azotea de su interior más triste y con un espejito atrapaba estrellas todas las noches; sin embargo no había encontrado aún la técnica para que permanecieran allí a la mañana siguiente. Todas las mañanas lo mismo, todas las mañanas se asomaba llena de esperanza y todas las mañanas el espejito le devolvía la misma imagen, su rostro desaliñado e inexpresivo, rostro del despertar a la realidad.

Él flotaba en la dejadez de sí mismo. Se había retirado a la huída constante; cada mañana era una fotocopia de la anterior y esta, a su vez, de la anterior. A su alrededor restos de una batalla, restos de exceso, ausencia de recuerdos; se sentía como un puzzle cuyas piezas hubiera manipulado un loco jugando al fútbol, restos esparcidos de sí mismo, tirados por el suelo. Se levantaba y se recogía, se recomponía poco a poco, buscando pedacitos de sí esparcidos por los rincones más recónditos e inaccesibles. Había días que le faltaba algún pedazo, no era capaz de encontrarlo y se derrumbaba sobre el sofá midiendo con los dolorosos pálpitos de su cabeza el paso de cada segundo, dejándose pudrir por dentro.

Ella y él habían dejado de ser dos, sólo eran uno por aquí, uno por allá, despistados y perdidos. Vivían, sobrevivían, subsistían arrastraban su vida. Lo sabían ¡Cómo lo sabían! La tristeza, más que anidar en sus ojos se había mudado con todo el equipo, pagaba hipoteca y se sentía propietaria. El vacío era un buen vecino, poco ruidoso, solitario. Así que miraban al mundo con la tristeza establecida con derecho a cocina, miraban y caminaban. Cada paso no era nada en absoluto distinto al anterior, rutina y tristeza, vacío en el piso de abajo.

Las excursiones furtivas de ella a la azotea desierta del deseo ajeno, se convertían en algo obsceno y difícilmente soportable cuando debía realizarlas a plena luz del día, cargada con la colada de lienzos blanqueados con los que limpiaba su culpa. Mientras estaba allí, esperaba como una delincuente para la que es inminente su captura, agazapada, abrazándose las rodillas, oculta tras su propio calor.

Aquella mañana, sentada sobre el suelo, doblada imposiblemente sobre sí misma, escuchaba un rumor incesante, monótono, atávico, que llegaba hasta sus oídos y hacía vibrar todo el edificio. Sabía que aquel ruido procedía del segundo derecha. Llevaba toda la noche sonando y sólo el hecho de que el inmueble se encontrara circunstancialmente desocupado por las vacaciones estivales, había hecho que nadie saliera voceando al patio pidiendo su fin. Más de doce horas escuchando la percusión persistente. Se sentía mecida, le servía para sumergirse más en sus pensamientos, alejarse de la violenta luz y adentrarse en el lugar del que vino, un día ya lejano, treinta y cinco años atrás.

Mientras, en el segundo derecha él estaba envuelto en un nivel de decibelios que le impedía pensar y sólo podía sentir como su córtex cerebral chocaba contra su cráneo, una y otra vez al ritmo de la música. Esta vez llevaba más de tres días sin dormir y a duras penas había localizado un par de pedazos de lo que un día fue. Se subía por las paredes y todo el aire que entraba en sus pulmones llegaba viciado, espeso, casi líquido. La oscuridad en la casa era total, no había rendija por la que entrara el sol. Sin embargo él se movía con soltura por la devastación en la que se había convertido su espacio. Aún así, evitaba moverse. Todo el movimiento que deseaba era el que la vibración de las ondas sonoras producían al paso por su cuerpo. Sólo el eco de una pregunta ensordecía la música: ¿por qué? Veía la frase dibujada en la oscuridad con tipografías imposibles llenándolo todo, traspasando su cuerpo junto con el sonido excesivo. ¿Por qué? Por qué ella había desaparecido de su vida hacía ya cinco años, por qué se había esfumado como si se la hubiera tragado la tierra. Dónde buscarla, dónde hallarla. A veces su rabia se concentraba de tal manera en sus manos que creía que podría matarla sin mayor esfuerzo, dejando a un lado cualquier buen pensamiento que aún formara parte de él. Toda la felicidad compartida había mutado en un intenso sentimiento de destrucción que comenzaba por él mismo.Y habían sido intensamente felices, tanto como desoladora era su soledad. Sí, que no se cruce en mi camino o la mataré.

La mataré, la mataré. Se repetía como una letanía, con cada bajo que la percusión repetía, con cada golpe de su cerebro. La mataré. Sacaba cierto alivio de ese pensamiento, eso suponía un nuevo encuentro, volver a ver sus pupilas dilatadas por el miedo, su labios gruesos, siendo él principio y fin de ese último encuentro, definitivo, por todo aquello que no compartieron, por todos los viajes que nunca hicieron, por todos los hijos que nunca tuvieron. Todo ello pasaría ante él en el mismo momento en el que sitiera como ella dejaba de respirar, de ser.

Continuará ...

viernes, 6 de febrero de 2009

Medias con costura




Era un día de final de otoño con el cielo de infinitos tonos grises y una luz llena de sombras. Mis ojos se perdían en las olas del Cantábrico y registraban las rocas contra las que se rompía, llenándose de espuma. Yo estaba asomada a la ventana y la luz tenue teñía de granate el color de mi pelo, con los ojos expectantes contando matices y formas. Era la caída de la tarde, estaba sola y disfrutaba perdiéndome en mis pensamientos.

Tú llegaste silenciosamente, entraste sin que yo rompiera la mampara de mis sueños y seguí perdida entre olas y rocas, entre grises y un horizonte inexistente. Iba vestida de negro, como de costumbre y al entrar en la habitación te sorprendió mi silueta recortada contra el fondo atenuadamente luminoso de la ventana, que ofrecía un espectáculo más de sombras que de luz. No me esperabas allí. Y notaste que yo no había reparado en tu presenciamente, entraste sin que yo rompiera la mampara de mis . Así que te quedaste en la puerta, observando, con toda la meticulosidad de un voyeur tranquilo y sin peligro, con placer.

Y en el placer, tus ojos recorrieron mi figura recortada, a contraluz. Mis cabellos revueltos y rebeldes, que tapaban un poco mi nuca. Veías mi cuello, blanco, que contrastaba con el suéter negro, estrecho de cuello barco, que dejaba mis hombros parcialmente al aire. Seguiste la línea del recto escote y te recreaste en el contraste que había entre el negro tejido que me envolvía y mi palidez casi transparente. Mis brazos estaban apoyados en el alfeizar de la ventana y la postura, descubría algo más de piel blanca a tus ojos, regalándote la visión de unos hombros desnudos bajo un largo cuello.

Seguiste la suave curva de mi espalda y te paraste en mi cintura desnuda, donde tus ojos jugaron con la filigrana del comienzo de mi falda, loca, llena de picos, corta, negra. Su desigualdad llevaba tu vista hacia mis piernas, no sin antes intentar adivinar cual del volumen que ocultaba la falda era mío y cual correspondía a su hechura.

Mis piernas estaban envueltas en medias de seda; unas delgadas líneas negras pronunciaban su longitud a través de toda su dimensión. Era un caminito fácil para tus ojos, así que te adentraste en él y viajaste por mis muslos, detrás de mis rodillas, mis pantorrillas y llegaste a mis finos tobillos donde las pulseras de los zapatos jugaban a enredarse anatomía arriba, cayendo finalmente, laxas, sobre los altos tacones, agudos, pronunciados, evidentes. Aún así, estaba de puntillas, como para acercarme a mis pensamientos, que vagaban en el paisaje interior. Y al inclinarme en la ventana, con mis pies de puntillas, descubriste que esas medias no llegaban a mi cintura, si no que terminaban a media altura, en mis muslos dejando al descubierto dos zonas de piel desnuda y blanca que te hicieron estremecer de placer.

Sin hacer ruido, con sigilo, gracias al calzado cómodo que llevabas en esas ocasiones, te acercaste muy lentamente a mí. Mientras avanzabas, yo seguía ajena a tu presencia, tu mirada no podía dejar de recorrer, de recrearse, de perderse en aquellas bandas de piel desnuda que habían disparado tu deseo. Al estar a mi altura, muy cerca de mí, me susurraste, con la voz temblorosa y entrecortada: - Hola. Soy el fontanero y vengo por la avería que han notificado a la aseguradora-.

Yo di un salto en el sitio y casi me tienes que llevar a urgencias, con el corazón en la mano. El susto fue inolvidable. Tu visión también.

jueves, 22 de enero de 2009

La noche demediada


Madrid tenía el pulso de una noche cualquiera. Nada había cambiado porque ella se hubiera desdoblado horas antes, la gente seguía el ritmo de la diversión entre locuaz, agitada y desesperada. Su punto de vista no era nada objetivo. La mitad luminosa no estaba a su lado y todo se teñía del azul-profundo-tristeza del ser demediado que ahora la componía. Veía de manera borrosa todo lo que había sucedido aquella noche, su cita, la cena, el desencuentro entre las sábanas, su profunda tristeza, su soledad mientras él la poseía. Como había ido desapareciendo, esfumándose según él se le acercaba.

La nube de su memoria comenzaba a despejarse en el momento en el que se despertó en la oscuridad de una habitación que no era la suya. Se vistió en medio de esa oscuridad, colocándose en un espacio ajeno que le obligaba a palpar encontrando cada una de las prendas que él había deslizado de su cuerpo unas horas antes.

Cuando ella salía sigilosa por el largo pasillo, se hizo una leve luz en la habitación, él asomó su cara dormida y le hizo la pregunta retórica de si se iba. Ella, mientras, había recorrido el largo pasillo, ganado la puerta de la calle y a la vez que la abría le preguntaba dónde podía coger un taxi –Al salir, gira a la derecha y te encuentras con una amplia avenida donde pasan taxis con frecuencia - respondió él cubierto de penumbra, sueño y desnudez.

Ella salió a las escaleras, cerrando la puerta con suavidad. Estaba en el descansillo y rápidamente, huyendo de la mitad de sí misma de la que aún era consciente, bajó las escaleras; un tramo, otro. Se daba cuenta con cada movimiento que no recordaba siquiera en qué piso había estado, que no recordaba nada; otro piso, otro más - ¿Pero subimos en ascensor o andando? ¡Joder, lo he olvidado todo! –. Al final se abrió frente a ella el tubo de escape del portal. Abrió. El tenue frío de la noche primaveral hizo que sintiera evidentes sus piernas desnudas, bajo el vestido.

La calle estaba silenciosa, solitaria bajo la luz hiriente de las farolas. Tomó la dirección que él le había indicado. Una luz verde se perdió en sus ojos, aún a medio despertar e, instintivamente, levantó la mano. Arrastró su largo vestido negro tras ella al sentarse en la parte de atrás. Lo recogió sobre sus piernas desnudas antes de cerrar la puerta. Todo este gesto se ralentizó en su cabeza porque, en ese corto lapso de tiempo, las ideas volaban, chocando en el espacio aéreo con su cabeza – No puedo ir a casa ¿Qué ha pasado? ¿Qué pasó a partir de que salimos del café Mendocino? ¡Qué frío tengo en las piernas! Hoy pinchaba Peter en el AntiCafé – Esa idea sonó dentro de ella como un destello, mientras el taxista interrogaba a través del espejo retrovisor sobre el destino de su próxima carrera – A la calle Unión, por favor - .

Dijo esto mientras buscaba dentro del gran bolso de charol negro sus medias, con ese gesto tan suyo de meter la mano y, sin mirar, centrifugar todo lo que se encontrase dentro. Las sacó, llenas de restos de papelillos, briznas de tabaco y un salva-slip pegado. Las sacudió, metió las manos dentro de ellas y las estiró, alargando sus dedos, vistiendo sus brazos. Al alzar la vista, sus ojos chocaron con la expresión sorprendida y juguetona del taxista devuelta por el espejo. Le bufó con la más hiriente de sus miradas, los ojos del conductor del coche volvieron a las calles de Madrid.

Se quitó las botas, y vistió sus piernas con aquellas medias de rejilla que se habían deslizado de su cuerpo horas antes, empujadas por las manos de él. Se agachó, encajó las puntas de sus pies y fue subiendo gradualmente, al unísono en ambas piernas, sintiendo la tibieza de sus manos en el roce con la piel, más allá de los huequecitos de las medias. Al llegar a los muslos, y con el vestido subido hasta esa altura, el taxi dio un quiebro que casi termina con el atropello de los cubos de basura de una finca vecina. Ella se tambaleó en el asiento y levantó rápidamente la vista para ver la taxista dominar el volante y sus instintos. Miró por la ventanilla la noche de la ciudad y le fue evidente que había perdido su mitad al principio de la noche.

Sí. Se semiencontraría en el AntiCafé. Si no hubiera quedado con él, ese sería el lugar que habría elegido para pasar esas horas de la noche del viernes. A Peter le gustaba verla merodear por el local cuando pinchaba. Peter estaba pendiente de ella en esa temporada de perdidas de referencias y ella sentía su cariño de manera cercana. Pero había algo que se había roto tiempo atrás dentro de ella, algo que no sólo le impedía sentir la lujuria de antaño por él, si no que le despertaba cierta sensación de repulsa, de asco visceral. Sin embargo la fuerza del cariño de Peter, le reconfortaba lo suficiente como para superar esa presión en la boca del estómago que generaban sus besos, sus caricias.

Cuando el taxi fue engullido por la cuesta de la calle Unión, se fijó en el críptico reloj de cifras rojas que iluminaba la semipenumbra, las 4:37. Hasta ese momento no había reparado en la hora en la que vivía. Ese pequeño detalle le hizo pensar que su otra mitad se encontraba cerca. En el corto trayecto de la calle en cuesta, percibió la soledad que envolvía la noche, la quietud de la luz de las farolas. La certeza de que no encontraría nada ni a nadie en el AntiCafé se materializó cuando el taxi paró frente al cierre metálico de su puerta.

El taxista paró el taxímetro y se volvió hacia ella mirándole descaradamente el escote. Con una estúpida sonrisa le comunicó a sus tetas que habían llegado a destino. Ella centrifugó el interior de su bolso y de su cerebro. En su bolso buscaba un billete de veinte euros que había dejado suelto, fuera de su lugar habitual. En el hueco demediado de su cerebro intentaba decidir si quedarse en mitad de la noche solitaria de aquella calle o continuar camino con el interlocutor de sus tetas. El gesto de búsqueda era ya un conato de decisión, la parte descerebrada de su cuerpo había decidido por ella. El contacto de las frías monedas de la vuelta sobre su mano sincronizó el retardo de sus dos mitades: la que estaba y el hueco que había dejado la que no estaba.

De nuevo el frío la devolvió a la realidad, tras lapsos de pérdida. Calle Unión, desierta, luz blanquecina, lechosa, bañando su soledad. Sus pies anclados al suelo. Aquellos momentos de indecisión pasaron como horas en su semi-vacuo interior. Sin embargo sentía la atracción atávica de su mitad perdida. Encaminó sus pies hacia la calle Magdalena.
Encontraba que la casa de Mele era una casa gatuna, que despertaba en ella esa afición infantil de andar por tejados y azoteas, saltando de edificio en edificio. Sus dos pisos, sus recovecos, su terraza rodeada de chimeneas, tejas, tejados caóticos, mar irregular de ventanucos, canalones y patios abiertos, invitación a una aventura aérea.

Siempre había pensado que la costumbre de Mele de dejar la llave de casa en el macetero de la entrada, le recordaba a su infancia de aldea y largos veranos. A su abuela, que dejaba aquellas llaves de medio kilo escondidas detrás de una piedra que, a simple vista, parecía tan sólidamente engarzada a la pared como las demás y que, sin embargo, se desmembraba del muro sin ningún esfuerzo. Sólo los más cercanos a ella, a Mele, sabían de este secreto.

Esa costumbre le permitía encaminarse sin temor hacia casa de Mele. Era una hora equívoca. En función del flujo de movimiento de la noche, podía encontrar la casa repleta de gente al congregarse allí los de siempre, más los anónimos que se hubieran agregado a lo largo del periplo nocturno y que, con frecuencia, desaparecían después de ese primer encuentro. O, por el contrario tratarse de esos días en que la noche se citaba en casa de Mele y se prolongaba hasta que se terminaba el alcohol, momento en el cual, todos, muy locuaces, se habrían echado a la calle, en busca de los garitos abiertos a esas horas, dejando la casa vacía de gente y llena de restos.

Pero a ella le deba igual. Si había gente, mezclada con el grupo encontraría su mitad, la que se había ido al salir del Medocino. Sí la casa presentaba el aspecto de haber sido arrasada en las primeras horas de la noche, la posibilidad de dormir bajo el escuálido manto de estrellas del cielo de Madrid, se le hacía igualmente atractiva. Sí, tenía la certeza de que era el mejor lugar para acoplarse de nuevo a su otra mitad, de que ella se encontraba allí, sociable o acurrucada durmiendo bajo la noche, sin escondite.

Paseaba despacio, saboreando la noche y fijándose en la cara de los que con ella se cruzaban, le gustaba inventar historias sobre las personas que el azar ponía en su camino. Sí, según se acercaba a su destino sentía como la mitad que había perdido dormía, tranquila, confiada y fiel a sí misma, cubierta por la noche, en la azotea de Mele, donde las estrellas mantenían el brillo de sus ojos.

miércoles, 12 de abril de 2006

Los Sentidos

Colores, sabores, pero sobre todo olores. Los sentidos se densifican, se multiplican ante tal despliegue de estímulos, los olores, viaje a nuevas dimensiones en las calles estrechas de la Medina. La luz violenta rabatí se dulcifica a la sombra discreta y protectora de las intrincadas calles. Silencio tras el último recodo. Tú marchas a mi lado, silencio en el silencio de nuestras palabras, hablan nuestros pasos y los gestos de nuestros cuerpos. Nos hallamos perdidos en la intensificación de nuestros sentidos. Estás a mi lado. Nunca sin ti. Cada mañana que el amanecer me hace volver a la vida, siento tu presencia, tu calor evidente y la fuerza de la forma de tus manos; tus manos, esa playa. Y en mis pasos hay un eco y en él, reconozco los tuyos. Y es tan evidente tu presencia, que a veces me sorprendo a mi misma sonriendo a tu recuerdo, con la luz de mis ojos iluminando tu mirada. Tu calor se cuelga de mi piel y el sentido del tacto se identifica de nuevo. Camus, La peste. Curioso, la primera vez que vine a vivir a Rabat recordaba constantemente sensaciones, frases, flashes visuales que ese libro me había dejado: Oran, la violencia de la luz, el calor intenso, implacable, plaga en la plaga, la rutina necesaria para sobrellevar la vida (...). Tu recuerdo me acerca más aún a ti. A veces te siento respirar a mi lado, tras de mí, siento el imperceptible soplo de tu vida en mi nuca y entonces vives en mí, cubres mi piel con millones de matices de colores, sabores y olores, sobre todo olores.
(Julio - 2005)

Vuelta a Casa


Alicia duerme a este lado del espejo.

Decir Buenos días, café, zumo de naranja recién exprimido, un trozo del bizcocho de Sahida y ojos somnolientos que empiezan a brillar, tras la ducha con agua bien caliente. La lectura de ayer me ocupó más de la cuenta, pero es que “El hacedor” me engancha una y otra vez y ayer, curioso día, había en mi una necesidad de caminar por terrenos brumosos, llenos de matices en el alma. El sueño se recostó a mi lado y me cogió de la mano antes incluso de poder hacer balance del día.... Mañana tengo una montañita de cosas inútiles e intranscendentes que hacer, vuelvo a casa. Última semana, las invitaciones a las respectivas casas de amigos y compañeros de trabajo se precipitan; esta noche restaurante..., mañana en casa de..., pasado vienen a.... El viernes, con el sol en su punto más alto, vuelta a Madrid, montada en un montón de planes para ejecutar antes de volver a partir, esta vez, más allá del océano. Me espera mi Sol, para perdernos por los tugurios de Lavapiés, cañas y cañas, un vino con algún suculento acompañamiento sólido y las risas de mis amigos, los que siempre esperan mi vuelta como si jamás me hubiera ido. Ese es mi regalo, verme reflejada en sus ojos y seguir reconociéndome, como si habitara dentro de ellos. Y fíjate, no soy nada, solo un granito de arena que se perdió en esta playa.

(29 - Septiembre - 2005)

Sin Palabras


Sólo aquí, mirando comenzar el día. Hay buenos recuerdos que acuden a mis ojos, y miro el mar, tan lejos. Sólo aquí, sigo y vivo. Y eso seguirá así, y eso me reconforta y siento mis raíces, firmes, bajo mis pies y la ligereza de mis piernas al caminar. No hay anclas, sólo un horizonte que pasa ante mis ojos. Y yo miro, miro y vivo.

(Octubre - 2005)