jueves, 22 de enero de 2009

La noche demediada


Madrid tenía el pulso de una noche cualquiera. Nada había cambiado porque ella se hubiera desdoblado horas antes, la gente seguía el ritmo de la diversión entre locuaz, agitada y desesperada. Su punto de vista no era nada objetivo. La mitad luminosa no estaba a su lado y todo se teñía del azul-profundo-tristeza del ser demediado que ahora la componía. Veía de manera borrosa todo lo que había sucedido aquella noche, su cita, la cena, el desencuentro entre las sábanas, su profunda tristeza, su soledad mientras él la poseía. Como había ido desapareciendo, esfumándose según él se le acercaba.

La nube de su memoria comenzaba a despejarse en el momento en el que se despertó en la oscuridad de una habitación que no era la suya. Se vistió en medio de esa oscuridad, colocándose en un espacio ajeno que le obligaba a palpar encontrando cada una de las prendas que él había deslizado de su cuerpo unas horas antes.

Cuando ella salía sigilosa por el largo pasillo, se hizo una leve luz en la habitación, él asomó su cara dormida y le hizo la pregunta retórica de si se iba. Ella, mientras, había recorrido el largo pasillo, ganado la puerta de la calle y a la vez que la abría le preguntaba dónde podía coger un taxi –Al salir, gira a la derecha y te encuentras con una amplia avenida donde pasan taxis con frecuencia - respondió él cubierto de penumbra, sueño y desnudez.

Ella salió a las escaleras, cerrando la puerta con suavidad. Estaba en el descansillo y rápidamente, huyendo de la mitad de sí misma de la que aún era consciente, bajó las escaleras; un tramo, otro. Se daba cuenta con cada movimiento que no recordaba siquiera en qué piso había estado, que no recordaba nada; otro piso, otro más - ¿Pero subimos en ascensor o andando? ¡Joder, lo he olvidado todo! –. Al final se abrió frente a ella el tubo de escape del portal. Abrió. El tenue frío de la noche primaveral hizo que sintiera evidentes sus piernas desnudas, bajo el vestido.

La calle estaba silenciosa, solitaria bajo la luz hiriente de las farolas. Tomó la dirección que él le había indicado. Una luz verde se perdió en sus ojos, aún a medio despertar e, instintivamente, levantó la mano. Arrastró su largo vestido negro tras ella al sentarse en la parte de atrás. Lo recogió sobre sus piernas desnudas antes de cerrar la puerta. Todo este gesto se ralentizó en su cabeza porque, en ese corto lapso de tiempo, las ideas volaban, chocando en el espacio aéreo con su cabeza – No puedo ir a casa ¿Qué ha pasado? ¿Qué pasó a partir de que salimos del café Mendocino? ¡Qué frío tengo en las piernas! Hoy pinchaba Peter en el AntiCafé – Esa idea sonó dentro de ella como un destello, mientras el taxista interrogaba a través del espejo retrovisor sobre el destino de su próxima carrera – A la calle Unión, por favor - .

Dijo esto mientras buscaba dentro del gran bolso de charol negro sus medias, con ese gesto tan suyo de meter la mano y, sin mirar, centrifugar todo lo que se encontrase dentro. Las sacó, llenas de restos de papelillos, briznas de tabaco y un salva-slip pegado. Las sacudió, metió las manos dentro de ellas y las estiró, alargando sus dedos, vistiendo sus brazos. Al alzar la vista, sus ojos chocaron con la expresión sorprendida y juguetona del taxista devuelta por el espejo. Le bufó con la más hiriente de sus miradas, los ojos del conductor del coche volvieron a las calles de Madrid.

Se quitó las botas, y vistió sus piernas con aquellas medias de rejilla que se habían deslizado de su cuerpo horas antes, empujadas por las manos de él. Se agachó, encajó las puntas de sus pies y fue subiendo gradualmente, al unísono en ambas piernas, sintiendo la tibieza de sus manos en el roce con la piel, más allá de los huequecitos de las medias. Al llegar a los muslos, y con el vestido subido hasta esa altura, el taxi dio un quiebro que casi termina con el atropello de los cubos de basura de una finca vecina. Ella se tambaleó en el asiento y levantó rápidamente la vista para ver la taxista dominar el volante y sus instintos. Miró por la ventanilla la noche de la ciudad y le fue evidente que había perdido su mitad al principio de la noche.

Sí. Se semiencontraría en el AntiCafé. Si no hubiera quedado con él, ese sería el lugar que habría elegido para pasar esas horas de la noche del viernes. A Peter le gustaba verla merodear por el local cuando pinchaba. Peter estaba pendiente de ella en esa temporada de perdidas de referencias y ella sentía su cariño de manera cercana. Pero había algo que se había roto tiempo atrás dentro de ella, algo que no sólo le impedía sentir la lujuria de antaño por él, si no que le despertaba cierta sensación de repulsa, de asco visceral. Sin embargo la fuerza del cariño de Peter, le reconfortaba lo suficiente como para superar esa presión en la boca del estómago que generaban sus besos, sus caricias.

Cuando el taxi fue engullido por la cuesta de la calle Unión, se fijó en el críptico reloj de cifras rojas que iluminaba la semipenumbra, las 4:37. Hasta ese momento no había reparado en la hora en la que vivía. Ese pequeño detalle le hizo pensar que su otra mitad se encontraba cerca. En el corto trayecto de la calle en cuesta, percibió la soledad que envolvía la noche, la quietud de la luz de las farolas. La certeza de que no encontraría nada ni a nadie en el AntiCafé se materializó cuando el taxi paró frente al cierre metálico de su puerta.

El taxista paró el taxímetro y se volvió hacia ella mirándole descaradamente el escote. Con una estúpida sonrisa le comunicó a sus tetas que habían llegado a destino. Ella centrifugó el interior de su bolso y de su cerebro. En su bolso buscaba un billete de veinte euros que había dejado suelto, fuera de su lugar habitual. En el hueco demediado de su cerebro intentaba decidir si quedarse en mitad de la noche solitaria de aquella calle o continuar camino con el interlocutor de sus tetas. El gesto de búsqueda era ya un conato de decisión, la parte descerebrada de su cuerpo había decidido por ella. El contacto de las frías monedas de la vuelta sobre su mano sincronizó el retardo de sus dos mitades: la que estaba y el hueco que había dejado la que no estaba.

De nuevo el frío la devolvió a la realidad, tras lapsos de pérdida. Calle Unión, desierta, luz blanquecina, lechosa, bañando su soledad. Sus pies anclados al suelo. Aquellos momentos de indecisión pasaron como horas en su semi-vacuo interior. Sin embargo sentía la atracción atávica de su mitad perdida. Encaminó sus pies hacia la calle Magdalena.
Encontraba que la casa de Mele era una casa gatuna, que despertaba en ella esa afición infantil de andar por tejados y azoteas, saltando de edificio en edificio. Sus dos pisos, sus recovecos, su terraza rodeada de chimeneas, tejas, tejados caóticos, mar irregular de ventanucos, canalones y patios abiertos, invitación a una aventura aérea.

Siempre había pensado que la costumbre de Mele de dejar la llave de casa en el macetero de la entrada, le recordaba a su infancia de aldea y largos veranos. A su abuela, que dejaba aquellas llaves de medio kilo escondidas detrás de una piedra que, a simple vista, parecía tan sólidamente engarzada a la pared como las demás y que, sin embargo, se desmembraba del muro sin ningún esfuerzo. Sólo los más cercanos a ella, a Mele, sabían de este secreto.

Esa costumbre le permitía encaminarse sin temor hacia casa de Mele. Era una hora equívoca. En función del flujo de movimiento de la noche, podía encontrar la casa repleta de gente al congregarse allí los de siempre, más los anónimos que se hubieran agregado a lo largo del periplo nocturno y que, con frecuencia, desaparecían después de ese primer encuentro. O, por el contrario tratarse de esos días en que la noche se citaba en casa de Mele y se prolongaba hasta que se terminaba el alcohol, momento en el cual, todos, muy locuaces, se habrían echado a la calle, en busca de los garitos abiertos a esas horas, dejando la casa vacía de gente y llena de restos.

Pero a ella le deba igual. Si había gente, mezclada con el grupo encontraría su mitad, la que se había ido al salir del Medocino. Sí la casa presentaba el aspecto de haber sido arrasada en las primeras horas de la noche, la posibilidad de dormir bajo el escuálido manto de estrellas del cielo de Madrid, se le hacía igualmente atractiva. Sí, tenía la certeza de que era el mejor lugar para acoplarse de nuevo a su otra mitad, de que ella se encontraba allí, sociable o acurrucada durmiendo bajo la noche, sin escondite.

Paseaba despacio, saboreando la noche y fijándose en la cara de los que con ella se cruzaban, le gustaba inventar historias sobre las personas que el azar ponía en su camino. Sí, según se acercaba a su destino sentía como la mitad que había perdido dormía, tranquila, confiada y fiel a sí misma, cubierta por la noche, en la azotea de Mele, donde las estrellas mantenían el brillo de sus ojos.

3 comentarios:

Miguel dijo...

Quizá las dos mitades por separado consigan un equilibrio inestable pero necesario.
Si hubiese sido yo el taxista, el relato habría terminado en los cubos de basura
Me perturba la imagen de Peter.

Alamut dijo...

Gracias por tu lectura atenta, por viajar por mis palabras. Siempre fiel, siempre al otro lado del espejo. Quizá si me hubiera cruzado contigo esa noche habríamos terminado viendo amanecer al lado del Templo de Debod, sentados sobre la hierba, hablando intensamente sobre cine, sobre amor, sobre todas esas cosas que despiertan nuestro interés....
Besos

Miguel dijo...

Quien sabe; el templo de Debod seguro que seguirá allí, quizá esperándonos, y amanecerá pensando el tiempo que ha pasado entre nosotros.
Mil besos